INCOMPETENCIA DE AUTONOMÍA E INICIATIVA
Lo que vamos a relatar sucedió hace años, décadas diríamos, pero hoy, sorprendentemente, sigue siendo una historia de actualidad. En aquellos días, se había obligado al profesorado por ley -¡cómo no!- a realizar unas programaciones de aula muy detalladas. Tan detalladas que, a pesar de utilizar un tamaño de letra muy pequeño, no cabían en un folio normal, había que utilizar "sábanas" de hojas pegadas con cinta adhesiva. Cada sábana era de por sí inmanejable y acababa por deteriorarse si se abría o cerraba con frecuencia. Riesgo que no se corría porque su utilidad quedaba relegada a enseñársela al director o inspector de turno cuando viniera a pedirlas. Todos sabían que la sábana, en realidad, no servía para planificar la actividad del aula. Cada maestro/a seguía utilizando sus propios recursos y actividades, sus libros de texto o de lectura, su tiza y su pizarra, como venía haciendo antes de que la desafortunada ley le obligara a cumplimentar una programación artificiosa e incompresible que sólo le hacía perder el tiempo y la paciencia.
Y en estas que llegó al colegio un inspector de aspecto sombrío y seco. La noticia corrió por los pasillos del centro como la pólvora. Cada maestro/a sacó de su maleta la dichosa programación obligatoria: un conjunto de "sábanas" impolutas que supuestamente explicaban lo que hacían en el aula y cómo evaluaban al alumnado. El miedo se deslizó por debajo de las puertas de las clases como el viento que anuncia tormentas -o tormentos-. Todos a la espera de que el Sr. inspector abriera al azar -y sin llamar- la puerta del aula donde se produciría el temido interrogatorio.
Acongojado, a la vez que aliviado, el profesorado del centro se reunió al final de la jornada en la sala común para compartir experiencias, una vez que el severo inspector había abandonado el colegio. Sólo uno, un maestro con muchos años de experiencia y que había llegado procedente de una escuela rural, parecía satisfecho y tranquilo. Como no lo conocían mucho no se atrevían a preguntarle. Al final, tras varios gestos cómplices entre algunos de los asistentes, un joven maestro que acababa de incorporarse a la docencia tras las oposiciones, se dirigió a él:
- Mario, ¿ha entrado el inspector en tu clase?
- Sí, ¿por qué?
- Por nada, es que te veo muy tranquilo. Supongo que le habrás enseñado tu programación y estaba bien hecha, ¿no?
- Bueno, algo así.
- ¿Cómo que algo así?
- Pues eso, que al entrar en mi clase me dijo que si tenía hecha la programación...
- ¿Y? -le apremió el novato.
- Pues le dije que sí, que la tenía hecha. A continuación, me pidió que se la enseñara y le dije que no podía hacerlo.
- ¡....!
- ¡Cómo que no puede usted enseñármela!, me dijo el inspector algo nervioso.
- ¿...?
- ¡Porque la tengo aquí!, le dije señalándome con el dedo índice la sien.
- ¡No me lo puedo creeer! ¡jajajaja! ¿Y qué hizo el inspector?
- Se fue por donde había entrado.
El maestro dio media vuelta y salió de la sala tan tranquilo. Los atentos profes allí congregados no salían de su asombro. Cada uno se fue a su casa anticipando al maestro un final a cual más grave. ¡Total, por no hacer una "sábana" de papel que no servía para nada! No valía la pena arriesgarse por esa tontería.
Final: esto es un caso real, sucedido en un colegio real de un pueblo real. Al maestro que "guardaba" sus programaciones en la cabeza no le ocurrió absolutamente nada, antes bien, su valor y popularidad crecieron en los años siguientes. El severo inspector no volvió a pasar por el centro hasta pasados unos meses y nunca se refirió a lo sucedido. Aquella ley educativa se derogó al poco tiempo. Dejaron de hacerse "sábanas" de programaciones por obligación. Al fin y al cabo, todos admitían que sólo suponían un papeleo inútil e incomprensible. Pero lo que no sabían los maestros y maestras de ese cole es que no tardarían en volver a hacer "sábanas" de programaciones con otra nueva ley educativa. Y así, una tras otra. Menos el maestro, claro. Este siguió guardándolas todas en su cabeza. Definitivamente, no aprendemos.
Volvemos a una intervención hilarante de Ken Robinson sobre cómo las escuelas matan la creatividad. No tiene desperdicio. ¿Existe alguna programación escrita y obligatoria por ley que lo evite? Claro que no. Porque lo más relevante que ocurre en un aula ni se ve ni se puede prever ni programar. Es el manejo de lo imprevisible, lo oculto y lo sorprendente lo que hace a un buen profesional de la docencia. En gran medida, enseñar es un arte colectivo que se hace con personas, en vez de con pinturas o madera, y no la aplicación mecánica de protocolos pseudotecnológicos. Y eso no puede plasmarse en una "sábana" ni en un hoja de cálculo o un programa informático y, mucho menos, en una ley. Educar depende de la personalidad, la formación, la experiencia y las cualidades de cada maestro, de cada maestra. Eso es lo que hay que cuidar.