sábado, 13 de noviembre de 2021

Morir riendo. ¿Imposible?

"Hoy se apaga la tarde con lentitud, se acerca hasta el vacío; y el día que se acaba ha sido muy hermoso".

(Un aire en la terraza. Francisco Brines. Antología Poética. Alianza Ed., 2020)

 

                   INCOMPETENCIA CULTURAL Y ARTÍSTICA                  

No se trata de morir de risa. Eso es otra cosa. Se trata de saber que una de las cuestiones más difíciles de lograr es llegar a la muerte con cierto sentido del humor; negro, si Vds. quieren. Lo que parece todo un contrasentido en estos infantiloides tiempos. Pero no lo es si nos paramos a pensar en serio. Y no lo decimos porque los mejores chistes sean los que se cuentan en un velatorio o en un funeral, sino por lo que supone de madurez y aceptación, que el próximo fiambre mantenga el sentido del humor hasta el final. Tener una buena muerte, una muerte alegre, casi un oxímoron. Al menos, una "buena muerte", cuya mejor expresión es la que supieron tallar magistralmente los imagineros del barroco sevillano del s. XVII. Una muerte tranquila y en paz. Qué envidia poder morir así.

En la charla TED de la entrada anterior, Montse Esquerda nos contaba cómo algunos de sus estudiantes pensaban que lo más difícil para ellos sería mantener el sentido del humor hasta el final de la vida, porque, decían, la muerte es algo serio, no es para tomársela a broma, sobre todo la de uno mismo. Un pensamiento muy en consonancia con la visión de la muerte que tiene una sociedad que la arrincona, la oculta y la desprecia. Pero, claro, esto sólo es posible cuando se unen la aceptación de lo natural e inevitable con una sensación de llegar al final de la vida con los deberes hechos o, al menos, con los ojos abiertos, cada uno satisfecho de haber sido quién es y pudiendo despedirse de sus seres queridos, de sus objetos, de sus recuerdos. 

Sin embargo, cuando nos hemos pasado toda la vida huyendo de la parca, negándola, sintiéndonos tontamente inmortales, no hemos tenido tiempo ni ganas para cerrar cuentas, para priorizar lo importante, para valorar lo que tenemos en vez de ansiar lo que no poseemos y, entonces, la muerte se nos anuncia como un castigo, como una maldición, siempre inoportuna, y, así, suele reaccionarse con ira, con desconcierto, sintiendo un sentimiento inmenso de pérdida. Incluso, en nuestra cultura, suelen ser los propios familiares los que tratan de engañar, si pueden, al condenado sobre su situación, impidiéndole -para siempre- el poder administrar su propia muerte, con su propia voz, impidiéndole la previsible despedida, la rendición de cuentas, acaso restituir el perdón pendiente... Y así se van de la vida por la puerta falsa, la de la ignorancia, la de la vergüenza, la del olvido.

Y es que, una vida plena, sólo lo es, cuando se sabe y se siente finita y esta cuestión es merecedora de enseñarse en las escuelas e institutos. Carpe Diem, (aprovecha el tiempo, no lo malgastes), con esta locución latina arengaba a sus alumnos el profesor John Keating en la conocida película "El Club de los Poetas Muertos", llevándolos a contemplar la vitrina de los trofeos deportivos del centro, donde la mayoría de los integrantes de los equipos ya estaban "criando malvas". Los situaba, el primer día de clase, frente a la finitud de la vida de los que fueron como ellos, antes que ellos; frente a una muerte cierta, su muerte, para animarlos, así, a vivir una vida plena, perseguir las metas personales y no tirarlas por la borda.

Quizás, además, una buena muerte, una muerte con sentido del humor acompañando la inevitable pena del adiós, tenga también que ver con la personalidad del que muere, de cómo entiende la vida, de cómo entiende su muerte, de cómo evalúa su existencia. Eso es lo les adjuntamos en los dos vídeos que les proponemos a continuación. En el primero, una chispa de humor negro, preparada para su funeral por el propio muerto, tras una larga y penosa enfermedad. En el segundo, una charla emotiva de Sebastián Corona sobre la muerte de su mujer María Vázquez. Dos ejemplos maravillosos de cómo entrar en la muerte con los ojos abiertos... y la sonrisa ancha. No se la pierdan.

Finalmente, les recordamos la escena de la película citada, El Club de los Poetas Muertos.


                           

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